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‘Naturaleza en Hiroshima’

11,0033,00

Lámina artística sobre papel japonés hecho a mano.

 

En el proceso de creación se utilizan fibras y elementos naturales, sin la presencia de ácidos ni blanqueadores.
Los pigmentos utilizados, mediante el proceso de giclée, son perdurables y de calidad archivística.

 

Aunque la lámina puede ser enmarcada, quizá como mejor se disfruta de la apariencia y textura del papel japonés sea colgado a modo de pergamino. Pudiendo, así, apreciar sus virtudes no sólo a través de la vista, sino también mediante el tacto y el oído.. ¡e incluso el olfato!

 

En este enlace encontraréis ‘Varillas de pergamino’ a medida, creadas a mano utilizando madera de Paulownia y auténtico Kakeo japonés —cordel para colgar pergaminos—:
setsuko-monogatari.com/es/hiroshima/varillas-de-pergamino

 

Al tratarse de un papel artesanal translúcido, se recomienda colgar la lámina con un fondo de pared blanca, para así resaltar la luz de la Estación y la del propio papel. Si la pared fuera oscura, es recomendable colocar una lámina blanca justo detrás de la Estación.

 

En esta Estación..
KŌGEI: ‘Miyajima Zaiku’ —artículos de madera natural de tonos cálidos— y ‘Togouchi Kurimono’ —utensilios fabricados mediante el tallado de madera—
SÍMBOLOS: ‘Itsukushima’ —histórica isla conocida como ‘isla santuario’— y Gavia Stellata (pájaro de la prefectura)

 

 

Estación fundada en.. 

Desde antes de ser consciente de su propia existencia y mortalidad, el ser humano quiso comprender. Fue mucho antes de que apareciera el primer indicio de comunicación reglada. Quizá no tuvieran un modo concreto de expresarlo, pero la sensación de asombro y excitación que aquella majestuosidad les suscitaba, era muy real. Algo que, siglos después, sería llamado Naturaleza.

 

Las fuerzas del mundo natural estaban presentes en todo momento. Con la salida del Sol, con la llegada de la oscuridad. Con la irrupción del agua, y con su huida.

Los misteriosos poderes que reunían nubes de tormenta, y que hacían rugir al viento, resonar al trueno y refulgir al rayo. Todo ello escapaba de su comprensión.

Podían observar como ciertos animales y plantas, que constituían su sustento, en algunas ocasiones, desaparecían.

Y así, en aquel mundo de experiencias comunes, alejado de cualquier remoto equilibrio, y que evocaba sentimientos de cautela ante la manifestación de lo desconocido, sucedió lo inevitable: una distinción surgió, entre el terrenal mundo de los humanos y un mundo esotérico donde moraban espíritus ancestrales.

Un lugar donde entidades sobrenaturales representaban todo lo extraño, temible, incontrolado y prodigioso de la tierra que habitaban. En el Japón antiguo, tales espíritus fueron conocidos como Kami.

 

Cuentan las más antiguas crónicas, que los dos Kami originales fueron enviados a la tierra desde aquel mundo lejano situado en el firmamento, llamado Takama-ga-Hara —la Llanura del Alto Cielo—. Y de cómo ellos engendraron las ocho islas del archipiélago japonés.

En aquella tierra entre mares, Izanami-no-Mikoto y su hermano y consorte Izanagi dieron vida a otros espíritus, así como a todos los seres vivos de la naturaleza. Creando, a su vez, montañas y ríos, árboles y rocas, campos y mares.

Izanami se presentaba como la antigua madre tierra, generadora de vida y fruto. Izanagi, como el anciano padre cielo, de cuyos ojos surgían la Luna y el Sol. En la conjunción de ambos, se observaba el ciclo de la vida y las severas crisis que el cambio estacional generaba.

Con la muerte de ella y su retiro hacia Yomi-no-Kuni —la Tierra de la Oscuridad—, se llevaba consigo sus vestidos y ornamentos, dejando la tierra seca y desolada.

 

A lo largo de la historia, la mitología de los antiguos pueblos emergió de acontecimientos trascendentales que afectaban a su vida en sociedad. Y detrás de cada mito, yacía intrínseca una necesidad humana. La apremiante necesidad de subsistir, y de adaptarse a un entorno hostil y en constante cambio. Si el humano como individuo iba a vivir, debía tener alimento. Y si el humano como raza iba a persistir, debía tener descendencia. Vivir y causar vida.

 

Con el transcurso de las eras, Shintō —el camino de los Kami— se consagraría como una ceremonia de gratitud a los ancestros y a la naturaleza. Como un ritual que, generación tras generación, transmitiría un modo subyacente de ver la existencia, y de actuar en consonancia. Un saber milenario que definiría el pensamiento de un pueblo, a través de un concepto que se asimilaba tanto al agua superficial de un pozo, como a su inmensa profundidad: la aceptación.

Era un pueblo que sentía el peso de la naturaleza, y temía su poder destructivo. Pero que, al mismo tiempo, le envolvía un sentimiento de gratitud hacia la abundancia de la misma. Dos caras de una misma realidad, que reflejaban su creencia en honrar todo lo que les rodeaba.
En apreciar que si la tierra entregaba arroz, si el mar proveía capturas y si el cielo brindaba agua, debía ser así. Pero que si la tierra temblaba, el mar se sacudía y el cielo inundaba, también debía ser así.

  

De este modo, cada uno de los sucesos que trascendía la capacidad del intelecto humano, era considerado Kami. Tales espíritus simbolizaban la proyección mitológica de aquel temor y de aquella gratitud.

Sentían su presencia en todas partes. Todo tenía un espíritu, sin importar su tamaño o su forma, sin importar su condición de ser vivo o inerte. Habitaban en todas las cosas. Árboles, plantas, rocas y cascadas. Aves, zorros, lobos y tejones. También en el eco moraba un espíritu.

Los ancestros, asimismo, eran considerados Kami: miembros de la familia, sabios, héroes o emperadores de una época anterior, a los que honraban. El papel, del mismo modo, lo era, por su inusual importancia en el progreso social. E, incluso, en el propio cabello residía un espíritu, por su asociación primitiva con un misterioso poder sobrehumano.

 

La veneración más temprana de los Kami no tuvo lugar en santuarios construidos por el hombre. Montañas, bosques o manantiales servían como primitivos santuarios.

Y para alejar de su entrada a elementos impuros y al mal, comenzaron a construir una entrada. Un portal llamado Torii, que no sólo los protegía, sino que marcaba la transición entre ambos mundos. Alzado por dos pilares, cual árboles vivos, cualquiera que lo cruzara debía siempre hacerlo por un lado. Aunque pudiera parecer que nadie más lo atravesaba.

 

Y así, este saber milenario sería transmitido, durante siglos, de maestros a discípulos, de padres a hijos, de ancianos a jóvenes. Una relación intemporal entre naturaleza y humano. Eternamente renovada con la salida del Sol cada día, y con el paso de las estaciones cada año. Una eternidad que no es física ni material, sino espiritual. Donde el significado de la vida no se encuentra en el futuro, pues este no existe. No hay ningún tiempo mas que el ahora, un eterno ahora.

Un presente en el que vivir con alegría y gratitud, en harmonía con todos los seres que nos rodean.
Durante un breve tiempo, lo podremos disfrutar. Pero en ello, se encuentra inherente, también, el deber de preservarlo. Hasta que la siguiente generación lo haga.

Respetar el entorno, y aprender de él. Y aprender de cómo otros seres aprenden de él. El mundo natural no es un objeto que podamos utilizar a nuestra voluntad. Tampoco algo que esté ahí para hacer más placentera nuestra existencia. Es un igual.

 

Sólo somos uno más, uno de los millones de seres que poblaron y que poblaran esta tierra. Somos importantes si somos útiles. Pero, a la vez, somos insignificantes, un suspiro en el tiempo. Coexistir con este equilibrio entre la importancia que le damos a nuestro ser, a nuestra propia existencia. Y, al mismo tiempo, ser capaces de abstraernos de ella, y de contemplar la inmensidad y la eternidad. Es algo que llena de humildad.

 

Puede sorprender que en cada ser, en cada ente del mundo natural, resida un espíritu. Pero, en realidad, cuando todo lo que te rodea tiene un alma, dejas de pensar sólo en las personas.

Y entonces, percibes que no solamente estás conectado con la naturaleza, sino que estás entretejido en ella. Es en ese momento, cuando sientes que eres una parte más.

Al fin y al cabo, la Llanura del Alto Cielo quizá no fuera un lugar, sino un estado mental.

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